Por: Esvieta Topovich
Todo indica que la furia de COVID-19 se está apaciguando y tal como ocurre después de grandes desgracias como un terremoto devastador o cataclismos, corresponde a las autoridades y a la sociedad misma avocarse a la tarea de evaluar los daños y hacer las necesarias lecturas de lo ocurrido. De acuerdo a los datos oficiales los fallecidos por la pandemia más 33,000 personas. Vista a lo lejos es una cifra impresionante, abrumadora, perturbadora, un Estadio Nacional casi lleno si queremos convertir los números fríos en pura realidad. Por cierto, el añejo edificio de Santa Beatriz tiene capacidad para poco más de 43 mil espectadores.
Una mirada más en detalle nos muestra que casi 23 mil de los fallecidos son adultos mayores, una franja etaria muy extensa en la que se ubican las personas mayores de 60 años en adelante y que, para facilitar la demografía y la estadística, está subdivida en rangos: 60 a 69 años, 70 a 79, 80 a 89 y 90 a más. Por tanto, ahí podemos apreciar a personas que gozan de perfecta salud al haber ingresado recientemente a esta categoría, así como una gran mayoría con diversos grados de distintas enfermedades asociadas al paso de los años, como cardiopatías, diabetes, hipertensión, sobrepeso, etc.
En un país con una histórica deficiencia en los servicios de salud, los primeros caídos en esta crisis sanitaria provocada por el virus han sido nuestros adultos mayores, nuestros ancianos. Nos creíamos un país globalizado, casi moderno, con el futuro a la vuelta de la esquina, pero he aquí que un bicho microscópico nos ha machacado en la cara que no hay progreso posible mientras no se fortalezcan los servicios básicos para toda la población.
En el Perú los fallecidos adultos mayores, sobre todo los de más avanzada edad, no murieron como producto de sus enfermedades asociadas al ataque del virus, sino por falta de atención.
Lo dijeron varios médicos en el paroxismo de su esforzada labor en las unidades de cuidados intensivos, tenían que decidir quién vivía. ¡Qué cruel dilema para un médico que tiene como misión salvar vidas! Y cuánto dolor para miles de familias que tuvieron que ser testigos de la lenta muerte de sus padres, abuelos, familiares y amigos, sin poder hacer nada más, en medio de locas carreras contra el tiempo para conseguir el ansiado oxígeno.
Un Estado protector, como es al que aspiramos, no puede argumentar que la población adulta mayor no es prioridad en momentos de crisis de la salud, y la sociedad no debe permitirlo.